La mentira como estrategia de sobrevivencia
No es extraño para nadie: mentir forma parte casi necesaria del comportamiento social. Mentimos casi siempre, a cada momento, para poder sostener relaciones medianamente armónicas. Mentimos para no herir, para no hacer sentir mal a otra persona. Mentimos para evitar discusiones que no deseamos sostener. En general mentimos más de lo que estamos dispuestos aceptar. Y sin embargo, no siempre la mentira es insana. Insisto, en muchos casos, casi sin darnos cuenta, mentimos para poder llevar a cabo nuestra relaciones sociales sin mayor contratiempo.
En el ámbito de la política la mentira se hace más necesaria y evidente al mismo tiempo. Para lograr los votos necesarios para acceder a un cargo por elección popular, todos los candidatos en procesos electorales mienten. En algunos casos, -tal vez la mayoría- lo hacen conscientemente, prometiendo medidas de acción que saben de antemano que no podrán cumplir. En otros casos, no pocos, lo hacen por ignorancia. Es decir, no tienen claro sus propias limitaciones o aquellas que les impone el sistema político y económico el cual aspiran gobernar, y entonces mienten prometiendo aquello que no podrán cumplir una vez asuman el poder.
Hoy en día nos encontramos ante un fenómeno inesperado. Al menos inesperado por muchos que seguimos el desarrollo de la política con una expectativa ética, -si acaso ello es posible-. Varios actores políticos se han plegado a movimientos y candidaturas presidenciales encabezadas por personas altamente cuestionadas por sus antecedentes de corrupción, de presuntas (casi confirmadas) violaciones a los derechos humanos o por haber sostenido prácticas poco éticas en el ejercicio de sus actividades públicas y privadas. Dichos actores políticos, cuyo capital más importante hasta ahora había sido el comportamiento ético en el espacio público, tanto en las esferas sociales como en los cargos públicos que les tocó asumir, se consumen a sí mismos por una cuota de poder, encabezando las listas congresales de candidatos altamente cuestionados. En estos casos, no es solo el engaño a la ciudadanía lo que acontece como recurso para acceder al poder, sino también el engaño a sí mismos o a sí mismas, queriendo creer y hacernos creer, que la opción elegida para tentar un cargo de representación popular es políticamente viable y éticamente plausible. De esta forma, sacrifican el único capital del que disponían, es decir, su sentido de moral pública y credibilidad como sujetos políticos sociales.
Si bien el principal objetivo de un político es asumir el poder y gobernar, cabe la pregunta de hasta qué punto esto tiene que ser un fin sin evaluar críticamente los medios a ser utilizados para alcanzarlo. No solo contamos, como en otros años, con pésimos candidatos presidenciales que están en los primeros lugares de las preferencias electorales. Sino que al mismo tiempo ahora contamos con personas que fueron capaces de negociar sus principios y perspectivas éticas en el quehacer político, a cambio de un ilusorio espacio de poder, que todos sabemos, especialmente estas personas, no será significativo en ningún sentido.
La mentira es una práctica cotidiana y casi necesaria en el desarrollo social. No cabe duda. El autoengaño lo es también. Tal vez lo más resaltante del autoengaño es que, como decía el filósofo Donald Davidson, nos autoengañamos a sabiendas de que lo hacemos. El autoengaño sirve para poder sobre pasar eventos penosos que no queremos asumir por temor, por vergüenza, o porque simplemente nos hace sentir más cómodos. Y una vez asumida la propia mentira, entonces el paso siguiente es convencer a los demás de esta. Esto es, mentir al resto. En el campo de la política, somos testigos que tanto el autoengaño, como el engaño o la mentira, sirven para seguir con vida, es decir, para que la gente siga hablando de aquel o aquella que se niega a morir en el terreno del quehacer público. Cuando es lo que de otra forma tendría que ocurrir por falta de inventiva, para hacer las cosas de otro modo.